Uruguay no pasó del empate ante Corea del Sur en el debut

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Aplacada 80 minutos por Corea del Sur, atrevida, constante y sin complejos, la selección de Uruguay entró en juego en Qatar 2022 con un empate decepcionante, ajeno a la condición de alternativa que ella misma siente frente a los favoritos, sin méritos para ganar hasta el tramo final, sin una proposición acorde a su nivel, sin ambición hasta que comprobó que el 0-0 era un destino inminente y con Fede Valverde reducido casi a la intrascendencia hasta un trallazo a última hora al larguero.

Al equipo celeste le pesó el debut. Llamado a ser un actor principal, la entrada en escena nunca es fácil en un Mundial. La presión lo apocó. Advertido estaba: un triunfo en sus últimos siete estrenos en la competición que lo desvela desde hace 72 años, desde la segunda y última vez que conquistó el planeta, desde que persigue una cima que lo esquiva una y otra vez, cuya dimensión ha sido demasiado lejana para él, quizá hasta ahora… O quizá tampoco ahora.

No hay duda por futbolistas. Ni por el proyecto de Diego Alonso, el entrenador que recompuso al equipo el pasado enero, cuando el fracaso acechaba al conjunto celeste, mucho más fuera que dentro de Qatar 2022, donde se presenta entre unas expectativas hoy por hoy desbordadas, a juzgar por cómo encaró y desarrolló su primer duelo contra Corea del Sur, sin fútbol y con un par de ocasiones: un cabezazo al poste de Godín o de un tiro a última hora de Fede Valverde a la escuadra. Lo único. Demasiado poco.

Porque Corea del Sur puso en evidencia un buen rato a Uruguay, desnortada, sin solución ni recursos al partido que le sobrevino de repente, a un adversario sin complejos, que entiende que todo lo que sea ir más allá de la fase de grupos será superar cualquier límite imaginable para él, que dispuso de Son Heung Min, enmascarado y un fenomenal futbolista, y de un grupo entusiasmado y dinámico de jugadores en torno a una idea clara.

Determinado a no ser una comparsa en este Mundial, le gritó directamente a la cara a Uruguay que estaba preparado para contrarrestarlo, llevarlo al límite y comprometerlo en su propio territorio, del que tardó un mundo en salir el equipo celeste, agobiado por el plan diseñado por Paulo Bento, presionante sin el balón, y reducido a poca cosa cuando el partido ya había consumido sus primeros 20 minutos. Ni siquiera presionó, tan esencial.

Sólo el fútbol directo alivió a Uruguay. Los dos pelotazos cruzados de Giménez desde su campo, combinados con la velocidad de Pellistri, el veloz chico de 20 años en el que la convicción de Diego Alonso es absoluta (no ha jugado en toda la actual temporada con su club, el Manchester United, pero es un fijo en la selección nacional), fueron la mejor -la única- opción entonces para el equipo uruguayo. Su única manera. Su única respuesta.

No funcionó el medio campo con la posesión. Lo delató la secuencia repetitiva de pases horizontales que intercambiaron Godín y Giménez. Ni Vecino ni Bentancur ni Valverde, cuya demarcación en el campo, bastante más retrasado en sus primeros pasos en el mundial que en sus momentos más deslumbrantes en el Real Madrid, contrasta con sus cualidades más visibles, con la fuerza, el recorrido, el tremendo tiro y la extraordinaria llegada del ‘Halcón’, un portento cuya influencia se rebajó este jueves, demasiado lejos para volar de verdad, hasta la ofensiva final, cuando sí se acercó al área, al hábitat que desata sus cualidades.

Cierto es que, por sorpresa, irrumpió en la primera ocasión realmente visible de su conjunto, allá por el minuto 20 ya, con un control y un tiro demasiado alto, tanto como que fue una aparición puntual, más circunstancial que expresiva, en la sombra por la que transitó Uruguay casi todo el duelo. También tuvo un centro al que no llegó Darwin. Incluso un cabezazo de Diego Godín al poste, en un córner. Nada fruto de una superioridad.

Es más, entre lo uno y lo otro, Hwang Uijo demostró que no es ni Luis Suárez ni Darwin Núñez, el ataque del que sí dispone Diego Alonso, ni tampoco Edinso Cavani o Maxi Gómez, los recambios en el banquillo, cuando remató la mejor ocasión de todo el primer acto a las nubes, cuando Sergio Rochet intuía el daño en su portería. Si la hubiera agarrado Son Heung Min, probablemente, Uruguay habría lamentado mucho más su insustancial primer tiempo, igual que si Giménez no se hubiera cruzado ante él como lo hizo a la vuelta del descanso.

Del vestuario salió la misma Uruguay. Desdibujada, ya sin coartada. No la tiene que en los primeros siete minutos del segundo periodo no fuera capaz ni siquiera de ir más allá de su medio campo. O que viviera todo ese tiempo refugiado en torno a su valor más preciado de todo el encuentro, su propia portería, a la espera de acontecimientos, con los futbolistas que tiene y con la ambición que ha publicitado en sus horas previas al Mundial en Catar.

No la demostró este jueves en el estadio Ciudad de la Educación, hasta el tramo final. Por lo menos, con la suficiente nitidez que exige un torneo como el Mundial, sea cual sea la fase y el adversario. Es una competición que no espera ni tampoco perdona la indecisión ni la indefinición que delató el partido del equipo celeste hasta la ofensiva final, a años luz de lo que pretende ser y de lo que debe para presentarse de verdad como un aspirante a un éxito sólo para los mejores.

Rebasada la hora del partido, apenas había reaparecido en un contragolpe de Darwin Núñez. Lo hizo todo él. Una individualidad entre el ocaso colectivo. Fue un impulso para ir más allá. También el primer cambio de Diego Alonso (Cavani por Luis Suárez, goleador por goleador). Aún quedaba la ofensiva final, cuando de verdad sí se reconoció a sí mismo, muy tarde, con la presión del crono, y con un tiro al larguero. El final de un 0-0 decepcionante.

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